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jueves, 1 de septiembre de 2022

Piano de colores

 

Clavilux, 1922


Las notas musicales y los colores

Tratar de encontrar una correlación entre un sonido y un color es una verdadera tentación. En música se suele hablar de tonos, tonalidades, matices, escalas. En pintura hablamos de ritmos, colores altos y bajos… Las semejanzas son bastante recurrentes.

Pero, ¿es tan así? ¿Podemos decir, p.ej., que un do es rojo? ¿Y por qué no celeste? ¿Cómo saberlo?

¿Recuerdas esa vez en la que hablamos de la sinestesia y de oír colores? (Si te lo perdiste, lo tienes por aquí.) Las personas que “oyen” colores, es decir, aquéllas quienes al ver un color oyen un sonido, son las que podrían decirnos cómo suena el rojo. Sin embargo, no se ponen de acuerdo entre sí. Parece que es un asunto bien subjetivo y que en esto intervienen las experiencias personales, más allá de las conexiones neuronales.


Por supuesto, no es lo mismo la música que la pintura.
Las notas musicales se pueden definir con un nombre y son fraccionables; los colores son elementos continuos: podemos decir perfectamente eso es un si bemol y punto, pero ¿cómo sabemos dónde empieza y dónde termina el verde? Como poder, podríamos, gracias a la tecnología, aunque tampoco nos pondríamos de acuerdo. Yo podría decirte que el verde es el #275833 (RGB) 

y tú me dirías: 




 “No, no, ése no es, es el #285834






o #2B583E 







o el #335829. Parecen iguales, pero no lo son. ¿Cuántas clases de verdes pueden existir?






Así estamos y la tentación sigue ahí.

Y la cosa viene de muy lejos. Ya en la Antigua Grecia estaban preocupados por esto (aunque la notación musical y el número de colores eran distintos, y no quiero meterte en este lío ahora…); en la época medieval también, muy obsesionados con el asunto de las proporciones, y continúa en el Renacimiento, que buscaba la armonía universal, la música de las esferas cósmicas, y bueno, mejor no sigo.

Arcimboldo, La primavera, 1573

El que se pone manos a la obra es Arcimboldo
(te hablé de él por aquí). Este pintor tan ingenioso y peculiar no se iba a quedar atrás y, para darle el gusto al emperador Rodolfo II, amante de los ejemplares curiosos para su gabinete de maravillas, construyó un clavicordio de colores (todavía no se había desarrollado el piano…). No nos quedan ejemplos de este artefacto, ni tampoco ilustraciones, pero sí testimonios escritos.

Primero armó una escala de valores (blancos, grises y negros) para las octavas con tonos y semitonos, según proporciones matemáticas. Parte del blanco y termina con el negro. Y luego, con la colaboración de Cremonese, el músico de la corte, adecuó una escala de colores a una octava. Le pegó papelitos de colores a las teclas. Comenzaba también con el blanco, seguía con el amarillo; los tonos medios se los asignó al verde y el azul y a los tonos agudos les correspondían el pardo y el “tanino”. ¿Cómo sonaría esto? ¿Habría partitura de colores para que Cremonese la interpretara? ¿Se podría ejecutar musicalmente un cuadro según esto? (Pregúntale a Kandinsky: lo vimos por aquí.)

Kandinsky, Acorde recíproco, 1942


Hubo muchos otros que también lo intentaron, entretanto. Pero tenía que venir Newton con sus investigaciones sobre la luz blanca y su descomposición en haces de luces de colores. Y llegó a la conclusión de que eran 7, aunque no es tan fácil discriminar cuántos son los colores del arco iris, para adecuarlos a las 7 notas musicales (para el arco iris, tienes este artículo por aquí). Si hay 7 notas musicales, los colores tienen que ser 7 también.

Fray Castel, Harpsichord
oculaire, 1770

Tenemos que viajar hasta 1720
para encontrarnos con el fraile Louis Bertrand Castel, quien inventó la “música ocular” (o “visual”, sería más apropiado), interpretada con el “harpsichord oculaire”. Lo fue desarrollando durante mucho tiempo, con muchos detractores y críticos; lo expuso en varias ciudades y fundamentó su invento en varios ensayos. El aparato consistía en un cilindro fabricado con un material que dejaba pasar la luz. Dentro le colocaba 100 velas. En la superficie exterior tenía aberturas con ventanitas de cristales coloreados, según los sonidos, y que se abrían cuando se presionaba alguna tecla. Consistía en 13 notas a las que el negro y el azul les correspondían los sonidos más bajos y los colores más claros, los más agudos. El do era azul; el re, verde; mi, amarillo; fa, rojizo; sol, rojo; la, violeta y si, gris. No te pongo los semitonos para no confundirte más, pero, para que te des una idea, éstos siguen la lógica de las mezclas del círculo cromático. Así se podían “tocar los colores”. La ventaja de esto, según Castel, era que un sordo podía “oír la música”.



Durante un tiempo todo esto se dejó de lado, aunque los artistas siguieron investigando el tema: no te olvides de las conversaciones de Kandinsky y Schoenberg, o Klee, que era músico (lo vimos por aquí), o van Gogh, que quería aprender a tocar el piano para entender mejor los colores.

Klee, Antiguo sonido, pintura en negro, 1915


Wilfred con su Clavilux

A comienzos del sg. XX volvió el interés por estos aparatos
. Wilfred inventó el Clavilux, con el cual proyectaba luces a medida que la música era ejecutada. Construyó 7 versiones e incluso uno para ser usado en casa. (Puedes ver más imágenes en este enlace.) Algunos de estos instrumentos existen todavía y funcionan. La crítica que se le hacía era que su música era repetitiva, aburrida y demasiado largas (algunas duraban 2 días… y más).








Eakins, Mrs. Hallock-
Greenewalt, sg. XX

Y por aquí aparece una inventora y pianista,
Mary Hallock-Greenewalt: patentó una consola (entre otras cosas) en 1927 a la que llamó “Sarabet” y hacía giras de conciertos por todo Estados Unidos. Perfeccionó el sistema de luces y todo el mecanismo; la diferencia estaba en que la posición color-sonido era arbitraria y se dejaba al criterio del intérprete. La General Electric y otras empresas se apoderaron de su invento: los demandó en 1934 y la justicia le dio la razón a ella.







A Scriabin le debemos el “teclado con luces”. Construyó sólo un ejemplar y basado en su propia percepción, pues decía que era sinestésico. Llegó a ejecutarlo en un concierto en el Carnegie Hall, en 1915, tocando su propia “Sinfonía de Prometeo”. Para ese entonces la tecnología ya acompañaba a la idea: el teclado lo fabricó un diseñador de la General Electric en Nueva York, con lámparas de tungsteno. Se dice que incluso le incluyó aromas. No sólo proyectaba luces de colores según la melodía, sino que también ellas rodeaban a los espectadores. Había una capa de luces constante, según la base melódica, y otra para los distintos movimientos de la obra. Parece que el asunto no funcionaba del todo bien, porque en la gira de conciertos no se incluyeron estos juegos de luces.

Teclado de Scriabin


El gran público no tenía acceso a estos espectáculos. Era algo exclusivo y destinado a unos pocos que podían entenderlo. Asistir a un concierto de éstos era casi una experiencia mística.

Hallock-Greenewalt con su piano de colores, 
Sarabet


Hoy ya no queda nada de ese sentimiento de exclusividad. El desarrollo de la técnica, de los programas computacionales y el láser hicieron que estos juegos de luces de colores sean parte de nuestra vida cotidiana. No hay concierto, por bajo presupuesto que tenga, que no tenga su propia consola, su propio piano de colores.

Kandinsky, Impresión III, Concierto, 1911


Música y colores: la historia viene de bien lejos. ¿Te imaginabas algo así?

 

Fuentes: Gage, J. Color and Culture. Berkeley-Los Ángeles, Univ. of California Press, 1993

Gage, J. Color and Meaning. Los Ángeles, University California Press, 1999;

Kriegerskorte, W. Arcimboldo. Köln, Taschen, 1993

 

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