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jueves, 8 de septiembre de 2022

Una pintora en el exilio

 

Vigée- Le Brun, Autorretrato, 1760


Las memorias de Vigée-Le Brun

 

Vigée- Le Brun, Su hija Julie, 1787

Revolución Francesa, 1789.
Mme. Vigée-Le Brun es pintora y amiga personal de María Antonieta y, por supuesto, monárquica. Alcanza a huir con su hija Julie, de 9 años, y su gobernanta. María Antonieta no tuvo mejor suerte: era la odiada reina, famosa por su despilfarro; no quiso huir y terminó como terminó.

Para Elizabeth comenzó un periplo de 10 años. Quizás le hicieron un favor: su fama iba haciéndose cada vez más grande, conforme iba deambulando entre cortes reales, palacios y reinos. Se había liberado de su marido, que se gastaba todo lo que ella ganaba, y así pudo ahorrar una pequeña fortuna. A pedido de 2 amigas y sus sobrinas, escribió sus memorias: tenía 80 años, una vida llena de aventuras, una trayectoria artística impresionante y había visto morir una época y nacer otra. ¿La recuerdas? Te la presenté hace un tiempo aquí.

Vigée- Le Brun, María Antonieta
con libro, 1785

Como dama acostumbrada a moverse entre las intrigas palaciegas,
en sus memorias no encontrarás ni una sola palabra en contra de nadie, salvo cuando critica los malos modales de alguno que otro. Su escrito es una gran fuente de información de la época (después de todo, fue una testigo privilegiada) y de su actividad como pintora. Pero no hay que olvidar que está escribiendo a partir de recuerdos, lo que no garantiza que los hechos hayan sido así tal cual. Y que, probablemente, nos haya ocultado unos cuantos detalles inconvenientes o desagradables.







Hay muchas anécdotas en sus memorias. ¿Con cuál empezamos?

Vigée- Le Brun, Autorretrato
con sombrero de paja, 1782

Con sólo 20 francos
(lo único que había salvado de los millones que ganaba pintando retratos, y que su marido se había apropiado para sus gastos en el juego) y algo de ropa, se escapa en una carroza pública para no despertar sospechas. Una turba había entrado a su casa para amedrentarla: sólo se salvó porque en ese grupo había 2 vecinos, que le aconsejaron que se fuera inmediatamente. Muchos de sus amigos, sin embargo, miraban los nuevos tiempos con esperanza y, al final, esa esperanza terminó en la guillotina. No era la primera vez que viajaba, pues había visitado Bruselas y Amsterdam con su marido, pero sí la primera en que lo hacía sola y aterrorizada por lo que se venía.






Vigée-Le Brun, Jean-Baptiste
Pierre Le Brun, 1786

Y así partió, pensando en que dejaba a su marido y a su hermano en París:
atrás dejaba toda su vida. Su sueño era conocer Roma y ésa fue la primera estación de su exilio. Recorrió toda Italia, que estaba llena de refugiados franceses. Deseaba volver a su tierra, pero seguía en la lista negra. Siguió hacia Viena. Su estadía allí fue bien corta, sólo 2 años: quería conocer a Catalina la Grande, la Emperatriz rusa, y en cuanto pudo enfiló hacia el este. Sabía que podía conquistar con su arte ese mercado; además, la emperatriz le había manifestado a su embajador en Viena que quería conocerla.






En su viaje a San Petersburgo pasó primero por Praga y se detuvo en Dresden, donde admiró a la Madonna Sixtina de Rafael (la contemplamos aquí) y, por supuesto, a los angelitos más famosos de la Historia de la Pintura. El trayecto de Berlín hasta San Petersburgo no fue agradable: los caminos estaban llenos de piedras y las tabernas no eran nada recomendables como para pasar la noche allí, así que hicieron el viaje sin paradas. Llegó a Rusia en julio de 1795, en verano, y pudo apreciar los jardines, el río Neva, las casas, los palacios… Le sorprendió que hubiera luz de día hasta altas horas de la noche. Todo era nuevo para ella: tan lejos había llegado.

Patersson, Puerta del Neva, desde la fortaleza de San Pedro
y San Pablo, 1797

Lampi, Catalina II, 1792

Al día siguiente
, apenas recuperada del viaje, recibe la invitación de parte de la emperatriz. Complicado: no tiene ropa adecuada para presentarse en la corte. El embajador francés, el conde Esterhazy, la invita a desayunar a su casa, para que su esposa la ayude. Pero no había tiempo para conseguir algo. La emperatriz se mostró muy complacida de tenerla allí (y ni se fijó en su ropa); la fama de nuestra pintora había llegado hasta Catalina la Grande!

Elizabeth se sintió muy halagada. La emperatriz le ofreció alojarse en palacio, pero ella prefirió tener su propia casa, para evitar intrigas y tener más libertad. No le faltaban invitaciones: había muchos compatriotas conocidos en la corte rusa. Disfruta de cenas al aire libre (con melón de postre: un lujo), con conciertos, paseos a lo largo del río… Los nobles, haciendo gala de su hospitalidad, ofrecían cenas abiertas para el que quisiera, de tal manera que ningún extranjero refugiado se quedara sin comer.



“’Si alguna vez llegamos a ir a tu país,’ me dijeron, ‘tú harás lo mismo por nosotros’. Y yo sólo deseaba que eso fuera verdad.”

Vigée- Le Brun, Conde Stroganoff,
1790

Cosas de la hospitalidad.
Y no podía rechazar invitaciones: era una grave ofensa. Eran demasiado frecuentes, con banquetes copiosos y exquisitos. ¡Casi todos tienen un chef francés! Primer paso del banquete: tostadas con mantequilla y licores. El licor nunca después de la cena, raro, pero sí un buen vino de Málaga.

También disfruta de cenas de gala con baile, en palacio. Le llama la atención la vestimenta “a la griega” de las mujeres y sus joyas llenas de diamantes. Nadie se sienta a la mesa hasta que aparece Catalina. E inmediatamente, la servilleta sobre las piernas, pero, ¡oh!, la emperatriz se pone la servilleta al cuello, ¡fijada con alfileres!!!!, pues teme mancharse… Catalina era humana, después de todo. Se citaba a las 20 y se cenaba a las 22. Y, por supuesto, la hora del té es algo especial, aunque ella confiesa que prefiere tomar hidromiel (una especie de ponche de frutas maceradas con miel).


Mientras tanto, le llovían los encargos: todos querían un retrato pintado por ella. Y así va tejiendo su red de contactos en la alta sociedad rusa.

Patersson, Vista del Palacio desde la plaza Nersvky, 1801



¿Y el frío? Pues le llama mucho la atención cómo calefaccionaban las casas, en las que, incluso pasillos y escaleras, no existe el frío. Cuenta que el Gran Duque Pablo, antes de ser emperador, cuando estuvo en París por primera vez, comentó:

“’En Sn. Petersburgo ves el frío, pero lo sientes aquí.’” Y la princesa Dolgoruki, en París, llegó a decirle: “’Debemos ir a pasar el invierno a Rusia, para estar calientes.’” Parece que el problema era ¡la calefacción en Francia!

En cambio, los campesinos y su familia duermen todos juntos alrededor de la estufa y, si no es suficiente, usan camas de madera y se envuelven en pieles de oveja.

Vigée- Le Brun, Autorretrato con 
Julie, 1789

Pero es que en invierno los rusos no salían.
Todos los teatros y restaurantes, cerrados. Los abrigos y las botas, forrados con piel. Ella no estaba al tanto de esto y se le ocurrió ir a visitar a una amiga: nadie por la calle, naturalmente. Cuando llegó, su amiga la regañó: ¿cómo se te ocurre salir con
 -20°? Pensó en su pobre chofer, que se helaba en su carruaje, y regresó a su casa. Pero evidentemente esto no era lo usual: si se iba a un baile o cena en invierno, el cochero debía esperar afuera, y se les proveía de abrigos de piel y una buena cantidad de licor fuerte. Por ahí ella comenta que es un licor de cereal, o sea, vodka. Y, a pesar de eso, dice que no hay borrachos.







La dieta de las clases bajas se basaba en pan, ajo y aceite, y huelen muy mal, según ella, ¡a pesar de que se tiene la costumbre de bañarse cada sábado. (Y en Francia, ¿cuándo tocaría el baño?)

“La gente común en Rusia es en general fea, pero su comportamiento es a la vez sencillo y digno y son las mejores creaturas del mundo.”

Vigée- Le Brun, El príncipe 
Lubomirsky como el genio de la Fama,
1789

Piensa que son muy inteligentes,
pues son muy buenos comerciantes, y en todos los rubros. Nunca oyó de estafas o de crímenes graves. Hace loas de su sirviente, que, sin saber francés y ella, nada de ruso, se entendían por igual. Y recalca su honestidad, ya que nunca le robó los cheques que le llegaban en pago de sus cuadros, los que ella no recogía por días y días, y que tampoco se emborrachaba. Todas las damas tienen un sirviente que se encarga de recibir, atender, abrir las puertas, y oh, otra costumbre rara, hay algunas que lo hacen dormir debajo de su cama, para sentirse más seguras.






También le sorprendió ver que las señoras exhibían en las ventanas su joyero, abierto. Cuando preguntó a su amiga si no temía que se las robaran, dijo que no, pues la Virgen y San Nicolás cuidaban de ellas. Y le mostró los iconos con sus velas encendidas. Otro motivo para admirarlos: su religiosidad.

Lampi, Catalina II, 1792

Todos amaban a la emperatriz:
construyó casas de piedra, instaló escuelas, impulsó el comercio e introdujo la vacunación obligatoria. Y, por supuesto, impulsó el desarrollo de las artes. Se levantaba a las 5 y se hacía el café ella misma. A las 9 terminaba de despachar sus asuntos. Pero parece que los sirvientes no le llevaban mucho el apunte, pues nuestra pintora cuenta que una vez los pescó jugando a las cartas, mientras ella pedía su presencia… O cuando desesperó de meterse en un vestido sola, pues sus criadas no aparecían…







En 1799 Catalina muere y le sucede Pablo, su hijo. La situación política cambió para mal, aunque ella siempre se sintió reconocida y protegida, y no le faltaban los encargos: trabajaba hasta tarde, sin parar. Por ahí dice:

(La Pintura) “es, sin duda, esta divina pasión que poseo, no sólo mi fortuna sino también mi felicidad.”

Su vida en Sn. Petersburgo llegó a su fin cuando su hija, en un acto de rebeldía, decidió casarse con Nigris, alguien a quien ella consideraba que no era para nada un buen partido (y el tiempo le dio la razón). En 1800 parte hacia Moscú.

Alekseyev, Kremlin de Moscú desde el puente de piedra, s.f.


No estuvo a gusto, sólo se quedó 5 meses. Demasiado frío: casi incendia la casa que le prestaron por dejar el brasero encendido toda la noche. Demasiados banquetes, comidas de 4 horas, demasiado. Demasiada ostentación del lujo. Y ya le iban entrando ganas de un clima mejor y de cumplir con su sueño de volver a Francia, ahora que ya se le permitía. Se despidió de su hija en San Petersburgo y puso fin a su aventura rusa.

Y lo que sigue, mejor te lo cuento otro día.

 

Fuente: Vigée-Lebrun, M.-E. The Memoirs of Madame Vigée Lebrun. Glasgow, Good Press, 2022

Traducción: C. del Rosso

 

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