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jueves, 3 de marzo de 2022

Una artista exquisita

 

Vigée-Le Brun, Autorretrato con sombrero de paja, 1782


Élizabeth Louise Vigée-Le Brun

Hay pintoras y pintoras. De todo tipo. Poco conocidas, ocultadas por el velo de la Historia. Algunas, muy pocas, estuvieron siempre ahí, en algún párrafo breve de alguna enciclopedia. Una de ellas, Élizabeth Louise Vigée-Le Brun, una dama, una pintora exquisita. Una de las pocas mujeres que tuvieron en el honor de ser miembro de la Real Academia de Bellas Artes de Francia.

¿Quién era Élizabeth? Para conocerla mejor tenemos que viajar a la época de María Antonieta, Luis XVI, Versailles, el Rococó: al siglo XVIII, para ser más exactos. ¿Vamos?

Vigée- Le Brun, Joseph Vernet,
1778

El padre de Élizabeth era artista,
pintaba cuadros al pastel. Hasta hace muy poco, las hijas de los artistas participaban en las tareas del taller hasta que se casaban. (Lo vimos a cuento de la hija de Vermeer, por aquí.) ¿Cuántas pintoras talentosas se habrán perdido por esta razón? Una mujer respetable no podía ejercer este oficio: los artistas tenían una muy mala reputación. La cosa es que la niña mostró su habilidad de muy temprano y los padres la apoyaron. Con 15 años ya tenía su propio taller. Tuvo grandes maestros como Doyen, Vernet o Greuze y con su madre recorrían las colecciones privadas de París para seguir aprendiendo.





Vigée-Le Brun, Jean-Baptiste 
Le Brun, 1796

Pero las cosas no eran fáciles para una pintora en ese entonces
: le clausuraron su taller por no tener licencia. Por consejo de su madre se casó con Jean-Baptiste Pierre Le Brun en 1776. Ser pintora menoscababa su reputación; en cambio, teniendo un esposo era más tolerable. En sus memorias dice que fue también una manera de escaparse de su casa: su madre se había casado por 2da vez y la relación con su padrastro era insoportable.








Le Brun era marchante de arte: ella podía contemplar sin problemas los cuadros que él vendía. Así conoció de cerca la pintura holandesa y flamenca. Sin embargo, su marido era un mujeriego y perdía todo el dinero que ella ganaba con sus obras en el juego. Por otra parte, a estas alturas sus pinturas se vendían muy bien y era requerida como retratista por los nobles de la época.

Vigée-Le Brun, María Antonieta,
Reina de Francia con sus hijos,
1787

Su fama llegó a oídos de la reina María Antonieta
y la adoptó como pintora de la Corte. No era la única, pero sólo Élizabeth logró la confianza y la amistad de la reina. Las 2 eran jóvenes y bellas, las 2 estaban embarazadas. Élizabeth pintó unos 30 retratos de la reina. En la intimidad del trabajo creador fueron forjando una gran amistad. Élizabeth era casi autodidacta, como todas las artistas en esa época, y tenía una personalidad exquisita, de una sensibilidad y femineidad extrema y modales refinados.






Vigée-Le Brun, María Antonieta 
con una rosa, 1783

María Antonieta había llevado el lujo a Versailles.
No era querida por los franceses, era una extranjera. La reina impulsó todas las artes decorativas, desde la porcelana, la tapicería, los muebles hasta la pintura. Y ni qué hablar de la pastelería o de la moda! Por su derroche de dinero en estas banalidades sus súbditos la odiaban.

Para legitimarse profesionalmente, en 1783 solicitó la entrada a la Real Academia de Bellas Artes de Francia. No estaban permitidas las mujeres, aunque sí habían sido aceptadas intermitentemente y con pocos cupos. Su postulación fue rechazada: la excusa fue que su marido era marchante de arte y había conflictos de intereses. Pero la reina se enteró de esto y pidió a su marido, el rey Luis XVI, que intercediera por su amiga. Fue aceptada como académica, ¡con 20 años! Pero oh, la jugada de sus colegas académicos fue aceptar el mismo día también a Adelaïde Labille-Guiard, su enemiga. Adelaïde decía que Élizabeth cometía errores muy gruesos al pintar (y bueno, que el éxito que tenía era porque era amiga de la reina, o sea, una enchufada). En fin, entraron las 2 juntas. Pero esto no significaba que estaban habilitadas a la par que sus otros colegas, no: no podían participar en clases de desnudos, no podían dar clase en la Academia ni postular al tan ansiado Premio de Roma.

Vigée-Le Brun, Julie Le Brun,
1787

Así fue como pudo exponer en el Louvre en 1782.
Tuvo que lidiar con las calumnias del ambiente artístico, provocaba la envidia de todos. Para desacreditarla, le inventaban amoríos con unos y otros. Especialmente de parte de David, que era amigo de su marido, pero la calumniaba por detrás. La felicidad se acabó pronto: 1789, año de la Revolución Francesa, Vigée está demasiado vinculada con la monarquía. No sólo había pintado a la reina sino a muchísimos nobles de palacio. Está en una lista negra y escapa junto con su hija Julie, de 9 años, y su institutriz en diligencia pública, hacia Italia. Pasó por Lyon, Turín, Parma (donde le concedieron el honor de formar parte de la Academia de Bellas Artes), Florencia y finalmente, Roma.






Vigée- Le Brun, Autorretrato con
su hija, 1786


Allí, con su don de gente y su experiencia en la corte,
se abrió paso en el ambiente artístico. Lamentablemente allí se encontraba Angelika Kauffmann (lo vimos aquí), protegida de David, que se convirtió en su rival. Fue aceptada en la Academia de San Lucas. Al poco tiempo, quiso volver a París y recorrió toda Italia. Pero entretanto, se entera de que, al estar en esa lista de monárquicos, había perdido todos sus derechos como ciudadana francesa. Su marido escribe un opúsculo en su defensa, pero no surte efecto y es obligado a divorciarse, bajo la amenaza de que si no lo hacía, confiscarían todos sus bienes. Desde entonces, ella asumió su propia manutención y la de su hija. No contenta con el ambiente de Roma, decidió mudarse a Viena.





En 1795 viajó a Rusia, se estableció en San Petersburgo y trabajó para Catalina La Grande. Su obra se abría paso por todas las cortes europeas. También fue honrada como miembro de la Academia de esa ciudad.

Vigée- Le Brun, Autorretrato,
1790

Después de 12 años de exilio, logró volver a París.
Su ciudad había cambiado demasiado. Su madre, su marido, su hermano y su hija ya habían muerto. Napoleón le pidió un retrato para su hermana. Viajó a Londres y a Suiza, donde también la nombraron miembro de la Sociedad de Bellas Artes.

Al poco tiempo compró una finca en Louveciennes, en donde vivió hasta la invasión prusiana de 1814. Se mudó de nuevo a París. Gracias a la insistencia de sus amigas y con ayuda de sus sobrinas, escribió sus memorias, en las que vuelca todos sus recuerdos de aquella época de Versailles y cuenta todas las dificultades que tuvo que enfrentar como mujer para abrirse paso en el mundo del arte.




A los 86 años sufrió un derrame cerebral que la dejó postrada y murió al año siguiente. Fue enterrada en su finca de Louveciennes. Su epitafio: “Aquí descanso, al final.”

Vigée- Le Brun, Autorretrato,
1800

Élizabeth Vigée-Le Brun
nos ha dejado aprox. unas 600 obras,
de las cuales 200 son paisajes y 37, autorretratos. El más famoso, sin duda, es éste que te muestro en la cabecera de este artículo. Está inspirado en “Joven con sombrero de paja” de Rubens, artista al que ella admiraba.

Sus retratos muestran al personaje en toda dignidad y va más allá del aspecto físico, indagando en la psicología de cada uno. Los retratos de su hija están hechos con muchísima ternura y son una alabanza a la maternidad.







¿Qué te ha parecido esta pintora? ¿La conocías?


Fuentes: Fumaroli, M. “Mundus mulebris”. Paris, Éd. De Fallois, 2015

Mayayo, P. Historias de mujeres, historias del arte. Madrid, Cátedra, 2003

Vigée-Le Brun, E. Memorie di una ritrattista. Milano, Abscondita, 2018



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